LA CANCIÓN DE MAMÁ
Hernando Téllez
¿SABEN USTEDES QUE SOY UN CRIMINAL?
No. No es esta la palabra. Soy menos que un criminal: un homicida. Un
criminal, un asesino, es diferente. Yo no quería matar a nadie. Pero
maté. ¿Para qué negarlo? Por eso soy un hombre desgraciado. ¡Y hace
tantos años! ¿Sabían ustedes lo que es un hombre desgraciado?
Probablemente hay entre ustedes muchos que no lo saben. Los felicito.
Debe ser agradable vivir así. Pero todo esto es muy confuso. Y no
encuentro la manera de que resulte más claro. Ustedes perdonen. Pero
aquello fue tan absurdo. Tan absurdo y tan sencillo. Y tan fácil.
Imagínense ustedes que yo tenía seis años… Pero no, este no es el orden
del relato. Ustedes nada entenderían. ¿Cómo debo comenzar? ¡Ah!, sí
señores, por mi madre. Mamá viajaba conmigo y con él, en el barco. Desde
luego, yo fui el responsable de todo. No, de todo no, porque mi madre
lo había dicho. ¿Conocen ustedes la canción? Seguro que la conocen. Y
ahí estaba la amenaza, al final de la canción. Cuando vino el capitán
del barco y me dijo que yo había hecho aquello y que no debía haberlo
hecho, yo respondí que mamá tenía la culpa. Mamá estaba desvanecida
sobre una silla, muy pálida. Me daba horror mirarla. Y había mucha gente
entorno mío. Yo lloraba, y gritaba que ella lo había dicho. Nadie me
entendía, nadie quería creerme. Pero es la verdad, señores. Es la
verdad. Si mamá no lo hubiera dicho tantas veces, yo no sería un
homicida. Un fratricida. Pero quiero confesarles que al hacerlo no sentí
miedo, sino una gran alegría porque eso era lo que mamá había
dicho que debía hacerse. Y yo lo hice. No puedo negarlo. No lo he negado
jamás. Las palabras de mi madre me dieron el impulso, la fuerza
necesaria. No se requería mucha. ¡Él era tan pequeño y tan tierno! Y las
madres son algo sagrado y misterioso. Y a los seis años uno se halla
tan indefenso. Las madres lo toman a uno en sus brazos, a veces, y a
veces lo rechazan. Y uno queda mohíno y amargado. Y las madres dicen, a
veces, palabras terribles y a veces palabras dulces. Y amenazan. Y se
encolerizan. Y lloran. Y nos besan, y nos acarician y nos aman y nos
odian. Es como andar por un valle ondulado. Aquí, el declive de la
ternura; allá, el declive de la cólera; más acá el del amor; más lejos
el del odio. ¡Seis miserables años! Un balbuceo de vida. ¿Qué podía yo
hacer? Mamá no estaba conmigo en ese instante. Estabamos solos, él y yo,
sobre cubierta. Él en su cochecito y yo al lado, cerca de la baranda.
Recuerdo el día pleno de sol, sobre el mar. Yo llevaba puesta una gorra
de marinero, comprada por mamá en el almacén del barco. Estas cosas no
se olvidan, señores. Es inútil que pase el tiempo por encima de ellas.
No consigue borrarlas. Otras se pierden, como si fueran a dar realmente
al fondo del mar. Pero esto no vale la pena. ¿Qué les importa a ustedes
que yo recuerde el color azul de mi gorra y el azul del cielo y el azul
del agua? Lo que importa es lo otro. Pero, ¿Por qué ocurrió? No sé, no
sé. Yo había podido llamar a mamá, llamar a alguien, gritar. Y alguien
hubiera venido seguramente. El marinero que pintaba las barras de
hierro, estaba del otro lado y tal vez me habría oído. A esa hora,
además, siempre paseaba el capitán. Todo esto ha quedado fijo en mi
memoria. Durante algún tiempo se esfumó, se iba como perdiendo y
borrando. Pero volvió a renacer, intacto: de pronto uno se siente
hombre, y una noche en que el sueño no llega, en que la carne y el alma
están tristes, retorna súbitamente la hora antigua, la hora que creíamos
haber perdido para siempre. Aquello tenía, pues, que renacer.
Pero mi madre no ha debido decir esas palabras. Yo no sabía entonces que
hay palabras y palabras, que las madres dicen, algunas terribles que
son pura dulzura vuelta al revés. Yo no lo sabía. Uno no sabe nada hasta
cuando está hecho hombre.
Sí. Me acerqué al cochecito. Él dormía. Un tajo de sombra, proyectado
por la capota le defendía la cara de los rayos del sol. “Mamá, ¿debo
mecerlo?”. Desde lejos y a punto de cruzar el pasillo, camino de su
camarote, me respondió con una seña afirmativa y una sonrisa. Lo mire.
Seguía con los ojos cerrados. Moví el cochecito y, suavemente,
suavemente, le di un impulso de cuna, el impulso del sueño, el impulso
del mar en ese día de verano. Olas que se van y regresan, que no acaban
de irse, que no acaban de volver. Como el sueño. Como el vaivén de las
cunas. Perdón, esto no debe interesarle a ustedes. Pero el mar es una
cosa fascinadora. Yo estaba sobre su corriente, iba también, como el
niño dormido, mecido por ella. Uno, dos; uno, dos; uno, dos. La ola va,
la ola viene. La ola va, la ola viene. En el columpio de ese ritmo, el
sueño se balanceaba. Los resortes del coche sonaban pausadamente. Como
las olas. Como el mar. Mis manos seguían acunando, meciendo. La
palpitación del barco repercutía en mis sienes, en mi pecho. Un día
perfecto bajo un terrible sol. Recuerdo la alegría de esos instantes y
la sensación de pegajosa humedad, bajo mi camiseta de colores. Todos en
el barco debían estar durmiendo la siesta. Y mamá, desde luego. Por eso
me había dejado de guardia, de guardia marino, vigilando el sueño de mi
hermano. “Eres un niño mayor y juicioso”. Sí. Yo era un niño mayor y
juicioso, un marinero que montaba guardia en el país de los sueños. Me
sentía grande, importante y un poco dueño de todo: del barco, del sol,
del mar, de las olas, de mi pequeño hermano, náufrago entre espumas de
lino y de encajes. Las manecitas, de uñas casi azules, resaltaban
gordezuelas y sonrosadas, en ese pequeño y frágil mar blando de los
linos y de los encajes.
De pronto, estalló en sollozos. Fue algo súbito, sin transición, sin
preparativos. Un llanto total y absoluto, rabioso e irremediable. Era
como si en el sueño, lo hubieran herido, lo hubieran crucificado, le
hubieran mostrado el rostro de la muerte. Yo, entonces, no pensé en
estas cosas, que sólo se le ocurren a las gentes mayores y que a mí han
venido a fuerza de recordar todo aquello. ¿Han oído ustedes llorar a un
niño? Es algo que conturba y enerva más, mucho más que el llanto
razonable de los hombres. Ese llanto parece que no va a concluir jamás.
Como el llanto del agua en el hontanar de las rocas, el del niño da una
sensación de angustioso remordimiento frente a la vida. El llanto de un
niño brota como un surtidor de dolor, reclamando no sabemos qué piedad,
qué amor, qué voluptuosidad o que misericordia.
Y mi madre, había dicho aquello, lo había dicho y cantado tantas
veces, para mí, y para mi hermano que ni siquiera podía entender sus
palabras. Y el llanto seguía inextinguible, desesperado, llenando el
aire con su extremada vibración. Yo mecía y mecía el coche, primero con
suavidad después aligerando el ritmo, después con violencia. Y la
criatura no cesaba. Era como una catástrofe, como si todo el mar
quisiera desbordarse a través de los ojos infantiles. Sobre la cubierta,
nadie. Por debajo del estrépito del llanto, o más allá, o por encima de
ese estrépito, yo seguía oyendo la palpitación del barco y el resonar
de las olas. El sol continuaba esplendiendo en el ámbito y el calor, la
sofocación, el sudor y la angustia empezaban a vencerme. “Debo correr a
donde mamá. Despertarla. Decirle que él está llorando”. No. Se
fastidiará. “Hay que respetar la siesta de mamá, ¿entiendes?”. Sí. “Tú
eres un niño mayor y juicioso”. Sí. “Un guardián marino que cuida el
sueño de su hermano”. Sí, mamá, sí. Pero él sigue llorando, llora sin
remedio. Voy a correr. Voy a despertar a mamá. “Mamá el niño está
llorando”. No. Lo tomaría a mal. “Tú no sirves para nada”. Me quedaré
aquí. Como un guardián marino. Voy a arreglar bien mi gorra. De lado,
como los verdaderos marineros. Moveré un poco más el coche. Así, así.
Uno, dos, tres; uno, dos tres; uno dos, tres. Cállate, cállate nene. No
llores, no llores. Nada. Lo alzaré en mis brazos. Eso es, eso es. Se ha
caído la pequeña sábana de lino. No importa. Y él no pesa casi nada. No
llores nene, no llores, por favor. Mira, mira el mar. Fíjate que lindo
es. No pesa casi nada este niño. Pero, no llores, por Dios. Mamá va a
venir pronto, pronto. ¿Quieres ir a la orilla del mar? Aquí sobre la
baranda. Así, así, sin llorar. ¿Otra vez? No, niño, no llores más. Mamá
va a despertar. No pesas nada hermanito. Eres como una pluma. Silencio,
hermanito, silencio. ¿Pero por qué lloras? ¿Por qué? Vamos, vamos un
poco más allá, hasta la punta del barco. Cuidado con esa silla. Bien. Ya
está. Adelante, adelante. ¡Qué montón de lágrimas! Arrurrú mi niño,
Arrurrú mi… No. No más. No más, no más hermanito. ¿Ves? Ya llegamos.
Aquí termina el barco. Aquí comienza el mar. ¿Pero sigues llorando? Eres
un niño malo, un niño malo. Voy a castigarte. Sí, te castigaré. ¿En la
mejilla? No, hermanito. Me da lástima. Hay algo mejor. Sí. Ya me
acuerdo. ¿Cómo es que lo canta mamá? Fíjate, así: “… los niños que
lloran, niño, los arrojan al mar”. ¿Me oyes? ¿Me oyes? ¿No quieres
callar? Bien. Eres malo. Muy malo. Y mamá lo ha dicho. Te echaré al mar.
Te echaré al mar. La baranda es alta, pero aquí, por entre estas
barras, pasará el niño malo que se va para el mar. Así, así. Adiós,
hermanito, adiós… cerré los ojos y esperé esperé en vano para oír el
golpe del pequeño cuerpo contra las olas…
¿Comprenden ustedes ahora por qué soy un hombre desgraciado?
La noche de los feos
Mario Benedetti
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene
un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi
asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a
comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos
en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la
vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario