martes, 30 de septiembre de 2014

Taller de literatura latinoamericana

Lee y responda en hojas para entregar.

EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y

tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo

podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de

lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos

lineales del color de las bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida»,

pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola

para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una

aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del

vestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más

denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había

camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo

del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora

discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición

instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la

empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le

pregunté si creía en los amores a primera vista.

«Claro que sí», me dijo. «Los imposibles son los otros». Siguió con la vista fija en la pantalla

de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once

maletas. Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla

fosforescente.

—Escoja un número —me dijo,—: tres, cuatro o siete.

—Cuatro.

Su sonrisa tuvo un destello triunfal.

—En quince años que llevo aquí —dije primero que no escoge el siete. Marcó en la tarjeta de

embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por

primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver

la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos

estaban diferidos.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será la

nevada más grande del año.

Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase

la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada

parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me

ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones,

estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían

periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones

muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas

glaciales, los vastos sementeros de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía

no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para

respirar.

Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las

salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras,

tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también

la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente

parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que

también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa

fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se

hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y

en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber.

Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al

mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo

de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos

vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador,

mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban,

y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última

cucharita de cartón, y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche.

Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio,

y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la

ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros

expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas si intenté en

mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos

años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien

dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el

sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero

me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero

en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por

ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de

cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde

llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si

no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la

cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura

sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona,

de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de

posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a

Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza

que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo

de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido

tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de

despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le

repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír

de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así

me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de

no despertarla.Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio todo lo que le hubiera dicho

a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la

inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir.

Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.

—A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos

solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche

del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces

la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir

fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua.

Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas

perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en

la mano izquierda.

Como no parecía tener más de veinte años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo

de bodas sino el de un noviazgo efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce

fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados», pensé, repitiendo en

la cresta de espumas de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí

la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama

matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su niel exhalaba un hálito

tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera

anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos

burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las

muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban

de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban,

porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella,

no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—

Yo, anciano japonés a estas alturas. Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña

y los fogonazos mudos de la película, y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos

lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera

en la poltrona.Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del

pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante

disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos. Después de desahogarme de los excesos

de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que

fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó

como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en

estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que

tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar

los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y

se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el

asiento número cuatro.

El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la

tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella

última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera

recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. «Carajo», me dije, con un

gran desprecio. «¡Por qué no nací Tauro!». Despertó sin ayuda en el instante en que se

encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido

en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones,

igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se

quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se

sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en

las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme

hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima

de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin

despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y

desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio 1982

 
Actividad de análisis

- Copia una breve biografía de Gabriel García Márquez.

- ¿Qué significado tiene el título?

- ¿Qué relación guarda el titulo con el contenido de la narración?

- ¿De qué trata la narración? Resúmelo.

- ¿Qué clase de narración es: política, fantástica, de misterio, realista, costumbrista,

humorística, satírica? Argumenta tu opción.

- Describe el lugar más representativo del relato.

- ¿Es una atmósfera de misterio, de paz, violenta, angustiosa? Argumenta

- Escriba el inicio, el nudo y el desenlace.

- Relaciona un hecho del texto con una situación actual.

- Qué relación guarda este cuento con el de “La Bella durmiente” escrito por Charles

Perrault? Argumenta.

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